Como en Cosmópolis
—su novela llevada al cine por David Cronenberg—, Don DeLillo (Nueva York,
1936) acota en Cero K un espacio
donde sus personajes puedan circunscribir su pensamiento y discutir algún
aspecto de la cultura contemporánea. Esta vez ese lugar no es una lujosa limusina
tecno que atraviesa Manhattan, sino un contradictorio complejo edilicio, tan
minimalista como laberíntico, situado cerca de la frontera entre Kazajistán y
Kirguistán. Los temas centrales no son el dinero y el poder, sino la muerte y
nuestra ansiedad por trascenderla: tener (o fabricarnos) un más allá, insertar
otra moneda —todas las monedas— para seguir jugando.
En ese edificio “apenas verosímil” se congelan cuerpos de
personas pudientes cercanas a la muerte, hasta que la tecnología pueda
despertarlos. Su aislamiento premeditado se basa en “fuentes de energía
duraderas y potentes sistemas mecanizados. Muros blindados y suelos reforzados.
Redundancia estructural. Seguridad antiincendios. Patrullas de seguridad por
tierra y aire. Ciberdefensa elaborada”. Su diseño también busca promover una
reflexión específica: “Estamos aquí para
replantearnos todo lo que tenga que ver con el fin de la vida”.