El 25 de septiembre de 1973 tuvo lugar un hito fundamental
en la historia reciente de Chile. Ese día, el país andino, que acababa de
sufrir la pérdida de su democracia a manos del sangriento golpe de Augusto Pinochet,
despedía al que tal vez haya sido el más ilustre de sus hijos, el príncipe de
los poetas Pablo Neruda. Pero al contrario de lo que pudiera parecer, la muerte
de Neruda no marcaba para Chile tan sólo el fallecimiento de un poeta
universal, sino que las circunstancias en que se desarrolló el funeral,
convirtieron el acto en la primera acción de resistencia de un pueblo que había
visto liquidar a sangre y fuego todas las esperanzas que se habían depositado
en el gobierno de la Unidad Popular.
Esa mañana, el cuerpo sin vida del poeta se dirigió al
cementerio general acompañado de unas pocas personas, que casi de incognito, se
dispusieron a enterrar silenciosamente a Neruda. Pero para sorpresa de todos
-incluidos los periodistas extranjeros que cubrían el acontecimiento-, aquello
no fue así, ya que en el camino, centenares de chilenos vencieron el miedo
sumándose espontáneamente a la despedida, ignorando la prohibición de actos
públicos que había decretado la dictadura. El camino al cementerio se convirtió
así en toda una manifestación, una manifestación pública de fidelidad al
gobierno derrocado por la fuerza de las armas, y de reconocimiento a uno de sus
artífices, el comunista Pablo Neruda.