José de María Romero Barea / En las últimas décadas, la fama del escritor argentino Julio
Cortázar parece haber cedido algo de terreno frente a la de su paisano y
coetáneo Jorge Luis Borges. Tal vez porque al lector común le gusta lo
políticamente correcto. Tal vez solo por eso; y se sabe que Cortázar incurrió,
sobre todo en los últimos años, en una serie de faltas, todas ellas contra el
pensamiento único. Se le puede afear todo menos su compromiso político, eso sí,
a favor de una causa perdida. Aun así, sigue atrayendo a multitud de escritores
con un alto grado de angustia estética: los que gustamos de los retorcimientos
y pasajes incompletos de Kafka; los que disfrutamos las endechas de Beckett
contra su propio encanto y elocuencia.
Podría decirse que Cortázar sigue siendo la forma más
romántica de dar respuesta a lo anti-romántico. Apenas 30 años de su muerte en
París y ya hemos olvidado que, en sus libros y en su vida, el autor argentino,
nacido en Bruselas en 1914, no solo logró dejar atrás al siglo XX, limpiamente
y con decisión, sino que nos preparó para los siglos venideros, un regalo para
las generaciones futuras de una riqueza material e invaluable. De ahí la
pertinencia de su más reciente biografía,
Julio Cortázar (Edhasa, 2015), que consigue lo que se propone: establecer
las conexiones entre los textos y los incidentes en la vida del artista que los
inspiraron. Incluso a costa de incluir detalles poco favorecedores.