Patricia Terino | Esta obra de Dostoievski (1864) representa,
a mi juicio, uno de los puntos de partida de la literatura moderna, tanto por
la temática tratada como por el estilo innovador al que recurre el autor. En su
primera parte destaca especialmente el diálogo que mantiene su narrador y
protagonista consigo mismo y con los propios lectores, a los que se dirige
constantemente a pesar de haber especificado que su relato no había sido
escrito para ser leído. Esta es una de las múltiples contradicciones internas a
las que está sometido el personaje, fruto del sometimiento a la cultura, a la
civilización y, en definitiva, al sistema imperante, del que es víctima el ser
humano moderno.
Y esta es la auténtica cuestión, presente a lo largo de la
obra, donde Dostoievski refleja de un modo magistral el malestar interno de
todos aquellos ciudadanos conscientes de nuestro servilismo hacia el sistema y
el orden establecido. Muestra de forma clara la apatía, la náusea, el hastío de
un individuo asqueado por su entorno, furioso con un mundo que “progresa”
transgrediendo constantemente las Leyes de la Naturaleza.