
A finales del milenio, cuando andaba por los treinta y tantos años, Dean Price tuvo un sueño. En él, caminaba en dirección a la casa de su pastor por un camino de cemento que giraba bruscamente para convertirse en un camino de tierra que, a su vez, tras otra curva pronunciada, se transformaba en una estrecha pista surcada por rodadas de carretas, entre las cuales crecía la hierba hasta el pecho. Al parecer, hacía mucho tiempo que nadie pasaba por allí. Dean caminó a lo largo de una de las rodadas con los brazos extendidos como las alas de un águila, sintiendo cómo la hierba le acariciaba bajo los brazos. Entonces oyó una voz interior, como un pensamiento: “Quiero que vuelvas a casa, que cojas tu tractor y que regreses aquí para desbrozar este lugar, y que los demás puedan seguirte hasta donde tú has llegado hoy. Así les mostrarás el camino. Pero ese camino debe quedar despejado de nuevo”. Dean se deshizo en lágrimas. Toda su vida se había preguntado cuál era su cometido en el mundo, pues no hacía otra cosa que caminar en círculos, como un barco sin timón. No sabía qué significaba aquel sueño, pero lo consideró una llamada del destino.