
José Ramón Martín Largo | Parece haber, por lo menos, tres formas de crítica, cada una de las cuales, salvadas las correspondientes distancias, puede aplicarse a objetos diversos. La primera es la más realista, ya que se atiene a lo que está meramente en el campo visual del crítico y es mensurable por su ojo. Es la segunda la del que cree advertir formas que se le presentan como reflejo de algo que el crítico querría demostrar. Y otra forma, la última, es la de quien se aviene a ser explorador del asunto que trate, ejerciendo simultáneamente el papel de intermediario entre aquél y el receptor de la crítica: el público, la sociedad, el porvenir. Éste último modo es el que interesaba a Baudelaire, y también a Walter Benjamin, quien se convirtió en su intérprete. No muy lejos de ellos transitaba otro crítico, menos conocido, de la multifacética y esquiva modernidad: Siegfried Kracauer.
La crítica debe ser apasionada y creativa, como comprendió Baudelaire, si bien él se refería sólo a la crítica de arte y a la literaria. ¿Sólo a ellas? Los textos críticos de Baudelaire, aun referidos a variopintos creadores de su época, tienen unidad, también cuando se refieren a artistas y literatos sobre los que ha caído posteriormente un justo olvido. Esa unidad es la del lugar desde el que el autor de Las flores del mal observa su tiempo, el cual es transitorio, fugitivo, contingente: es la modernidad. Pues Baudelaire, como un pintor de la vida moderna, es semejante al “hombre de la multitud” de Poe, el cual se encuentra en medio de la muchedumbre urbana devorado “por la curiosidad, que se ha convertido en una pasión fatal, irresistible”.
A través de la crítica, Baudelaire reclamó del arte la
responsabilidad de capturar la experiencia del hombre moderno, y ello a fin de
poner bajo examen su tiempo. Cuando Benjamin quiso indagar en la modernidad de
la República de Weimar observó que ésta se hallaba lejos de ser un hecho
consumado y que era más bien un proceso, uno que carecía de precedentes
conocidos y que auguraba ruinas. Su tiempo no era propicio a grandes sistemas
filosóficos ni a análisis totalizadores de la realidad, y así su obra adquirió
una forma dispersa en la que el filósofo aparecía aquí y allá en textos casi
periodísticos, en recuerdos fragmentarios de la infancia, en charlas redactadas
para la radio. Desvelar la modernidad, sirviéndose de instrumentos que
procedían de ella misma, equivalía a buscar sus fuentes, que encontró en el
París de Baudelaire. Otro tanto hizo Siegfried Kracauer, quien interrogó a
Alemania a través del cine y la fotografía, y que igualmente acudió en busca de
los orígenes de lo moderno al París del Segundo Imperio, donde él se encontró
con un compositor de operetas.
No hace mucho Zygmunt Bauman se ha referido a Kracauer como “un pensador dotado de una asombrosa
capacidad para describir los contornos apenas visibles e inexpresados de las
tendencias que prefiguraban un futuro aún desdibujado”. Al hablar así, Bauman
lo está haciendo también de sí mismo. Mediante el análisis de algunos fenómenos
que otros desdeñaban, Kracauer logró crear una de las visiones más completas y
profundas de esa República de Weimar que llevaba en sí todos los gérmenes
posibles, incluidos los de su propia destrucción. Dichos gérmenes, que hoy
sabemos que son resistentes al paso del tiempo, otorgaron una primacía
inesperada a una rama de las ciencias sociales que en el período de
entreguerras pasó a ser la ciencia moderna por naturaleza, de la que quienes
desde hace un siglo aspiran a conocer su tiempo son deudores: la sociología.
Cogiendo el rábano por las hojas, Kracauer habló de la
gestación del nazismo en dos libros, uno, ya se ha dicho, referido al cine y
titulado De Caligari a Hitler; y otro, Los empleados, que tenía por
protagonista a los discretamente encantadores miembros de la clase media. En
estos libros el autor de Frankfurt hizo la sociología empírica de unos años que
hoy nos fascinan y en los que apreciamos signos antagónicos que perviven en los
nuestros. Corresponsal en Berlín del Frankfurter
Zeitung, amigo y mentor de Theodor Adorno, la urgencia del trabajo
periodístico, la de la crónica cultural y la del desciframiento de fenómenos
nuevos que eran producto de la pujanza de una sociedad industrial y de masas le
llevaron a orientarse hacia contextos tan dispares como la novela de detectives
o la danza, todo ello a fin de captar el sentido, o el sinsentido, de la vida
contemporánea.
Si resulta sencillo comprender por qué su amigo Benjamin se
encaminó hacia el París del Segundo Imperio, capital de Europa, en busca de lo
moderno, tal vez no lo sea tanto que la pesquisa de nuestro autor fuera a
culminar en ese pequeño judío, compositor de música bufonesca y popular, que
era Jacques Offenbach. Aquel París sobre el que reinaba un emperador de opereta
se había consagrado a la especulación inmobiliaria y a disparatadas aventuras
financieras, y como si de golpe sus pobladores, tras la revolución y las
guerras de conquista, se hubieran encontrado ociosos y necesitados de llenar
sus horas sobrantes, construyeron teatros, restaurantes, cafés, salones y
burdeles. Las mercancías de los comercios que proliferaban en los lúgubres
pasajes parisinos conquistaron los bulevares, señoreándose de nuevos y
gigantescos edificios de hierro y constituyéndose en el acto en lujosa utopía
burguesa. Los logros de la técnica se exhibían en las exposiciones universales
junto a los últimos productos de las artes plásticas. Masas de parisinos y de
gentes venidas de la provincia se acercaban a estos grandes almacenes para ver
“lo moderno”, aunque ni en sueños pudieran comprarlo. Además, era de temer que
la frenética actividad no durara mucho, y en consecuencia era preciso que todo
y todos pudieran corromperse.
Los novelistas parisinos de entonces, segundones la mayoría,
andaban en otros asuntos, y tuvo que darse la paradoja de que fuese la pluma de
un provinciano, Flaubert, la que se acercara a la gran urbe para narrar la
vacuidad de la juventud y los amores de Frédéric Moreau por madame Arnoux en La
educación sentimental. Sin embargo, quizá la literatura que era viable en esos
años no bastara para dar cuenta de la época, la cual requería un formato y un
género tan absurdos como ella misma. La opereta es sátira, y en las que
escribió Offenbach la sátira no falta. Allí está todo, todo el París moderno
expuesto en su frivolidad y su descomposición. El mismo género ya apunta hacia
una literatura del futuro que contendrá como en un totum revolutum los rasgos
de una sociedad, incluidas (alegremente) sus vergüenzas. Berlin Alexanderplatz, la novela de Alfred Döblin que es
contemporánea de los primeros trabajos de Kracauer, tendrá aires de opereta en
la que se han colado oportunamente el lenguaje de la calle, la sociología y hasta
la mística. Cuando Fassbinder adaptó esta novela para la televisión puso en su
banda sonora música de opereta (Giuditta, de Franz Lehár).
Además de a Kracauer, era poco menos que inevitable que el
género, y su mayor cultivador en la escena francesa, sedujeran también al gran
satírico y fustigador, desde Viena, de la conciencia germánica. Horrorizado por
las producciones que la compañía de Max Reinhardt hizo de las operetas de
Offenbach, que según él desfiguraban la intención del autor, Karl Kraus escribió
que, pese a todo, “el genio de Offenbach
consigue hechizar incluso el presente más actual con su época, accesible al
entendimiento y palpable con los sentidos”. Vida parisina era la opereta
favorita de Kraus. Ambientada en el mismo año de su estreno, el mago Offenbach
había realizado en ella la mayor de sus farsas mágicas, “pues”, según escribió, “mucho
más milagroso que convertir a dioses y héroes, a reyes de naipes y a príncipes
de cuentos en seres humanos, era transformar precisamente a éstos en marionetas”.
Y continúan las alabanzas de Kraus: “En
esa obra, en donde la opereta se parodia a sí misma y también a la ópera, la
locura de la vida más actual se manifiesta de forma concisa. Esa abreviación
del tiempo y del espacio, esa coherencia de lo irracional, esa transformación
del hecho objetivo de la vida en pasmoso milagro sólo podían conseguirse
mediante una embriaguez musical que es sin duda la más fascinante que se haya
desatado nunca sobre un escenario”. Frases semejantes no las dedicó a nadie
más el demoledor crítico de La Antorcha.
La opereta mencionada se desarrolla en el vestíbulo de
llegadas de una estación de tren parisina. Los forasteros se apean de los
vagones y se lanzan “al torbellino, al torbellino”, mientras maridos suecos
expresan de inmediato sus deseos y un millonario brasileño arroja sus joyas y
su dinero a las putas que lo aguardan. La vida resulta tan improbable como lo
es realmente. En otra opereta de Offenbach, La
gran duquesa de Gérolstein, la protagonista, destinada a casarse con un
príncipe un poco lelo, se siente triste, y para consolarla su padre organiza
una guerra. Al pasar revista a los soldados, la duquesa se enamora de uno de
ellos, al que no tardará en nombrar comandante en jefe. Enviado a conquistar al
enemigo, el ex soldado se sirve de una artillería de trescientas mil botellas
de vino. A resultas del bombardeo, completamente borracho, el enemigo se rinde.
Sin embargo, el comandante preferirá a otra. Y en Orfeo en los infiernos nos
encontramos con Orfeo y su esposa, Eurídice. Ambos se odian. Ella decide irse
al infierno con un guapo pretendiente, un pastor, el cual resulta ser Plutón.
El marido queda tan feliz, pero la Opinión Pública le obliga a ir en busca de
su esposa. Llegado al cielo para pedir explicaciones, descubre que los dioses
se aburren mortalmente, y se van todos al infierno a celebrar una fiesta que
concluye con el famoso cancán.
Kracauer escribió Jacques
Offenbach y el París de su tiempo en su exilio parisino. La biografía de
Offenbach se torna aquí biografía de París, y a la inversa. Aquel tiempo que se
envolvía en la aparente trivialidad del cancán estaba atravesado en realidad
por graves conflictos sociales y culturales de los que, aparte de Offenbach,
apenas dieron cuenta otros artistas, literatos o pensadores, y que se
materializarían en 1871 en la Comuna. La pompa, el fraude y la corrupción de
los poderosos convivía con una clase media formada por empleados y
dependientas, los mismos que protagonizaron otro de los libros de nuestro
autor, gentes que no se identificaban con las luchas del proletariado
industrial y que se refugiaban en los locales de diversión que Kracauer llama “asilos
para desamparados”. El autor describe las costumbres de los parisinos y, sin
perder de vista la revolucionaria sátira de Offenbach, elabora una completa
psicología social de la época. Resulta asombroso que este ameno y a la vez
profundo libro nunca se hubiera traducido al castellano. Imperdonable descuido
que ha reparado la editorial Capitán Swing, a la que, ya puestos, podrían
reclamarse los restantes títulos de Kracauer, tan inencontrables entre nosotros
como lo era hasta hace poco el que aquí se comenta. Pues la obra de Kracauer es
una de esas piezas indispensables para componer el rompecabezas de nuestra
modernidad. Como crítico que se aventuró en estos territorios vírgenes, tiene
hoy para nosotros el carácter de pionero, de anticipador.
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