
– Uno de ustedes es psicoanalista, el otro filósofo; su libro es un cuestionamiento del psicoanálisis y de la filosofía que, además, presenta algo nuevo: el esquizo–análisis. ¿Cuál sería entonces el lugar común de este libro? ¿Cómo concibieron la empresa, qué transformaciones han sido necesarias para uno y otro?
GILLES DELEUZE.– Habría que hablar en potencial, como las
niñas pequeñas (“nos habríamos encontrado, habría sucedido tal cosa…”). Conocí
a Félix hace dos años y medio. Él tenía la impresión de que yo iba por delante
de él, esperaba algo de mí. El caso era que yo no tenía ni las
responsabilidades de un psicoanalista ni las culpabilidades o los
condicionamientos de un psicoanalizado.
Yo no tenía ninguna posición que mantener, lo que me daba ligereza, y me enfrentaba a la miseria del psicoanálisis con cierto desenfado. Yo trabajaba únicamente en el campo de los conceptos, y aún de forma tímida. Félix me habló de lo que él llamaba, ya entonces, las máquinas deseantes: toda una concepción teórica y práctica del inconsciente – máquina, del inconsciente esquizofrénico. Entonces tuve la impresión de que era él quien llevaba la delantera. Sólo que, con todo y su inconsciente–máquina, él hablaba aún en términos de estructura, significante, falo, etc. No podía ser de otro modo, considerando la deuda que él (como yo mismo) tenía con Lacan. Pero me pareció que, si encontrábamos los conceptos adecuados para ello, todo funcionaría mejor que con unos conceptos que ni siquiera son los del Lacan creador, sino más bien los de una cierta ortodoxia que se ha constituido a su alrededor. Lacan dice: “nadie me ayuda”. Nosotros le hemos ayudado esquizofrénicamente.
Yo no tenía ninguna posición que mantener, lo que me daba ligereza, y me enfrentaba a la miseria del psicoanálisis con cierto desenfado. Yo trabajaba únicamente en el campo de los conceptos, y aún de forma tímida. Félix me habló de lo que él llamaba, ya entonces, las máquinas deseantes: toda una concepción teórica y práctica del inconsciente – máquina, del inconsciente esquizofrénico. Entonces tuve la impresión de que era él quien llevaba la delantera. Sólo que, con todo y su inconsciente–máquina, él hablaba aún en términos de estructura, significante, falo, etc. No podía ser de otro modo, considerando la deuda que él (como yo mismo) tenía con Lacan. Pero me pareció que, si encontrábamos los conceptos adecuados para ello, todo funcionaría mejor que con unos conceptos que ni siquiera son los del Lacan creador, sino más bien los de una cierta ortodoxia que se ha constituido a su alrededor. Lacan dice: “nadie me ayuda”. Nosotros le hemos ayudado esquizofrénicamente.
Precisamente porque tenemos una gran deuda con Lacan, hemos renunciado a nociones como la estructura, lo simbólico o el significante, malas nociones que el propio Lacan siempre ha sabido distorsionar para mostrar su reverso. De modo que Félix y yo decidimos trabajar juntos. Al principio por carta. Después, por temporadas, mediante unas sesiones en las que cada uno escuchaba al otro. Nos divertimos mucho. También nos aburrimos mucho. Alguno de los dos hablaba siempre demasiado. Ocurría a menudo que uno proponía una noción que no significaba nada para el otro, y que el otro sólo conseguía utilizarla meses después y en otro contexto. Y, además, leímos mucho; no libros enteros, más bien fragmentos. A veces nos encontrá-[27]bamos con cosas realmente estúpidas, que nos confirmaban lo pernicioso del Edipo y la enorme miseria del psicoanálisis; y a veces dábamos con cosas admirables, que nos parecían dignas de ser explotadas. Después escribimos muchísimo.
Félix trata la escritura como un flujo esquizofrénico que
arrastra todo tipo de cosas. Esto es algo que me interesa especialmente: que la
página tenga fugas por todos lados sin dejar de estar, por otra parte, cerrada
sobre sí como un huevo. Además, en un libro hay siempre muchas retenciones,
resonancias, precipitaciones y larvas. Llegamos a escribir realmente entre los
dos, no tuvimos ningún problema en ese sentido. Hicimos sucesivas versiones.
FÉLIX GUATTARI.– Por mi parte, yo tenía muchas “posiciones”,
al menos cuatro. Yo procedía de la Voie Communiste, y después estuve en la
oposición de izquierda; antes de Mayo del 68 escribíamos poco (por ejemplo, las
“nueve tesis de la Oposición de izquierda”) y agitábamos mucho. Además, yo
había participado en la clínica de La Borde en Cour–Cheverny desde que Jean
Oury la fundara en 1953 como una prolongación de las experiencias de
Tosquelles: intentábamos definir teórica y prácticamente las bases de la
psicoterapia institucional (yo, por mi parte, experimentaba con nociones como
las de “transver–salidad” o “fantasía de grupo”). Y, finalmente, también me
formé con Lacan desde el comienzo de los seminarios. Así que mantenía una
especie de posición o de discurso esquizofrénico, siempre he estado enamorado
de los esquizofrénicos, siempre me han atraído. Hay que convivir con ellos para
comprenderlo. Al menos los problemas de los
esquizofrénicos son auténticos problemas, no como los de los neuróticos. Hice mi primera terapia con un esquizofrénico y auxiliado por un magnetófono. [28]
esquizofrénicos son auténticos problemas, no como los de los neuróticos. Hice mi primera terapia con un esquizofrénico y auxiliado por un magnetófono. [28]
![]() |
Gilles Deleuze & Felix Guattari ✆ Bob Row |
El caso es que estas cuatro posiciones, estos cuatro
discursos, no eran solamente posiciones o discursos, sino también modos de vida
que, forzosamente, experimentaba desde un cierto desgarramiento. Mayo del 68
fue, para Gilles y para mí, como para otros muchos, una sacudida: aunque no nos
conocíamos entonces, nuestro libro es sin duda una consecuencia de Mayo. No es
que yo tuviese necesidad de unificar mis cuatro modos de vida, lo que precisaba
era más bien recomponerlos. Contaba con algunas referencias, como por ejemplo
la necesidad de interpretar la psicosis a partir de la esquizofrenia. Pero
carecía de la lógica necesaria para esa reconstrucción. Había escrito en Recherches un texto titulado “De un
signo a otro”, un texto muy influenciado por Lacan pero en el que ya prescindía
del significante. Ello no obstante, estaba aún enredado en una suerte de
dialéctica. Lo que esperaba de mi trabajo con Gilles eran cosas como el cuerpo
sin órganos, las multiplicidades, la posibilidad de una lógica de las
multiplicidades con adherencias sobre el cuerpo sin órganos… En nuestro libro,
las operaciones lógicas son al mismo tiempo operaciones físicas. Lo que hemos
buscado en común ha sido un discurso que sea a la par político y psiquiátrico,
pero sin que ninguna de las dos dimensiones pueda reducirse a la otra.
– Ustedes oponen constantemente un inconsciente esquizoanalítico, compuesto de máquinas deseantes, al inconsciente psicoanalítico, al que dirigen toda clase de críticas. Utilizan la esquizofrenia como patrón de referencia. Pero, ¿dirían ustedes sinceramente que Freud ignoraba el dominio de las máquinas o, al menos, de los aparatos? ¿Dirían que no comprendió el campo de la psicosis? [29]F. G. – Es complejo. En ciertos aspectos, Freud tenía plena conciencia de que su verdadero material clínico, su base clínica procedía de la psicosis, de Bleuler y Jung. Y esto es así hasta el final: todas las novedades del psicoanálisis, desde Melanie Klein hasta Lacan, proceden de la psicosis. Por otra parte, está el caso de Tausk: es posible que Freud temiese una confrontación de los conceptos analíticos con la psicosis.
El comentario sobre Schreber revela todo tipo de
ambigüedades. En cuanto a los esquizofrénicos, se tiene la impresión de que a
Freud no le gustan en absoluto, dice sobre ellos cosas horribles,
extremadamente desagradables… Ahora bien, es cierto, como usted dice, que Freud
no ignoraba la maquinaria del deseo. El deseo, las maquinarias del deseo son
incluso el descubrimiento propio del psicoanálisis. Nunca en el psicoanálisis
dejan de zumbar, de chirriar, de producir. Y los psicoanalistas no dejan nunca
de alimentar o de realimentar las máquinas, sobre un fondo esquizofrénico. Pero
quizá hacen o desencadenan cosas de las que no tienen clara conciencia. Quizás
su práctica implica operaciones incipientes que no aparecen con claridad en la
teoría. No hay duda de que el psicoanálisis ha perturbado toda la medicina
mental, como una especie de máquina infernal. Aunque ya desde el principio
estuviese sometido a compromisos, causaba perturbaciones, imponía nuevas
articulaciones, revelaba el deseo. Usted acaba de invocar los aparatos
psíquicos tal y como son analizados por Freud: aparece ahí todo un aspecto de
maquinaria, de producción de deseo y de unidades de producción. Pero hay otro
aspecto: la personificación de estos aparatos (el super–yo, el yo, el ello),
una escenografía teatral que sustituye las verdaderas fuerzas productivas del
inconsciente por simples valores representativos. Así es como las máquinas del
deseo se convierten progresivamente en maquinarias tea-[30]trales: el super–yo,
la pulsión de muerte como deus ex machina. Tienden progresivamente a funcionar
fuera de la escena, entre bastidores. O bien como máquinas de ilusión, de
producción de efectos. Toda la producción deseante queda anonadada. Nosotros
decimos estas dos cosas al mismo tiempo: Freud descubre el deseo como libido,
como deseo que produce; pero no cesa de enajenar la libido en la representación
familiar (Edipo). Sucede con el psicoanálisis igual que con la economía
política tal y como la veía Marx: Adam Smith y Ricardo descubren la esencia de
la riqueza como trabajo que produce, pero no cesan de enajenarla en la
representación de la propiedad. El deseo se proyecta sobre una escena de
familia que obliga al psicoanálisis a ignorar la psicosis, a no reconocerse
sino en la neurosis, y a dar una interpretación de la propia neurosis que
desfigura las fuerzas del inconsciente.
– ¿Es esto lo que quieren decir cuando hablan de un “giro idealista” en psicoanálisis, asociado a Edipo, y cuando se esfuerzan en oponer al idealismo psiquiátrico un nuevo materialismo? ¿Cómo se articulan el materialismo y el idealismo en el dominio del psicoanálisis?
G. D.– El objeto de nuestros ataques no es la ideología del
psicoanálisis sino el psicoanálisis en cuanto tal, tanto en su práctica como en
su teoría. Y no hay, en este aspecto, contradicción alguna en sostener que el
psicoanálisis es algo extraordinario y, al mismo tiempo, que desde el principio
marcha en una dirección errónea. El giro idealista está presente desde el
comienzo. Pero no es contradictorio: aunque la putrefacción ya está en el
origen, en ella crecen espléndidas flores. Lo que nosotros llamamos idealismo
en el psicoanálisis es todo un sistema de proyecciones y reducciones propias de
la teoría y de la práctica del [31] análisis: reducción de la producción
deseante a un sistema de representaciones llamadas inconscientes, y a las
formas de motivación, de expresión y de comprensión correspondientes; reducción
de la fábrica del inconsciente a un escenario dramático, Edipo o Hamlet;
reducción de las catexis sociales de la libido a catexis familiares, desviación
del deseo hacia coordenadas familiaristas, Edipo, una vez más. No queremos
decir que el psicoanálisis haya inventado a Edipo. Se limita a responder a la
demanda, cada cual se presenta con su Edipo. El psicoanálisis no hace más que
elevar Edipo al cuadrado –un Edipo de transferencia, un Edipo de Edipo– en la
ciénaga del diván. Pues, ya sea familiar o analítico, Edipo es fundamentalmente
un aparato de represión de las máquinas deseantes, en absoluto una formación
propia del inconsciente en cuanto tal. Tampoco deseamos sostener que Edipo, o
sus equivalentes, varíen según las formaciones sociales consideradas. Estamos
más inclinados a creer, como los estructuralistas, que se trata de una
constante. Pero es la constante de una desviación de las fuerzas del
inconsciente. Por eso atacamos a Edipo: no en nombre de unas sociedades que no
implicarían a Edipo, sino debido a la sociedad que lo implica de un modo
eminente, la nuestra, la capitalista. No atacamos a Edipo en nombre de ideales
pretendidamente superiores a la sexualidad, sino en nombre de la propia
sexualidad, que no se reduce al “sucio secretito de familia”. No establecemos
diferencia alguna entre las variaciones imaginarias de Edipo y la constante
estructural, puesto que se trata en ambos extremos del mismo atolladero, del
mismo avasallamiento de las máquinas deseantes. Lo que el psicoanálisis llama
la solución o la disolución de Edipo es en extremo cómico, ya que se trata
precisamente de la puesta en marcha de la deuda infinita, el análisis
interminable, la epidemia edípica, su transmisión de padres a hijos. Cuánto
[32] desatino, cuántas estupideces han podido decirse en nombre de Edipo,
especialmente a propósito de los niños. Una psiquiatría materialista es aquella
que introduce la producción en el deseo y viceversa, la que introduce al deseo
en la producción. El delirio no remite al padre, ni siquiera al nombre del
padre, sino a todos los nombres de la Historia. Es algo así como la inmanencia
de las máquinas deseantes en las grandes máquinas sociales. Es la ocupación del
campo social histórico por parte de las máquinas deseantes. Lo único que el
psicoanálisis ha comprendido de la psicosis es su línea “paranoica”, la que
conduce a Edipo, a la castración y a todos esos aparatos represivos que se han
inyectado en el inconsciente. Pero el fondo esquizofrénico del delirio, la
línea “esquizofrénica” que diseña un campo ajeno a la familia, se le ha
escapado por completo. Foucault decía que el psicoanálisis seguía siendo sordo
a la voz de la sinrazón. Y, efectivamente, el psicoanálisis lo neurotiza todo
y, mediante tal neurotización, no contribuye únicamente a producir esa neurosis
cuya curación es interminable, sino al mismo tiempo a reproducir al psicótico
como aquel que se resiste a la edipización. Carece por completo de una
posibilidad de acceso directo a la esquizofrenia. Y pierde igualmente la naturaleza
inconsciente de la sexualidad debido a su idealismo, al idealismo familiarista
y teatral.
– Su libro tiene un aspecto psiquiátrico y psicoanalítico, pero también un aspecto político y económico. ¿Cómo conciben ustedes la unidad de estos dos aspectos? ¿Intentan ustedes recuperar de algún modo la tentativa de Reich? Hablan ustedes de catexis fascistas, tanto al nivel del deseo como al del campo social. Se trata en tal caso de algo que claramente concierne al mismo tiempo a la política y al [33] psicoanálisis. Pero no se comprende bien qué es lo que ustedes opondrían a esas catexis fascistas. ¿Qué es lo que se puede contraponer al fascismo? Se trata de una cuestión que no concierne únicamente a la unidad de este libro, sino también a sus consecuencias prácticas: y estas consecuencias son de una enorme importancia, porque si nada impide esas “catexis fascistas”, si ninguna fuerza las contiene, si lo único que puede hacerse es constatar su existencia, ¿cuál es el significado de su reflexión política y de su intervención en la realidad?
F. G.– Sí, como tantos otros, nosotros anunciamos el
desarrollo de un fascismo generalizado. Aún no ha hecho más que empezar, no hay
razones para que el fascismo no siga creciendo. Mejor dicho: o bien se
construye una máquina revolucionaria capaz de hacerse cargo del deseo y de los
fenómenos del deseo, o bien el deseo seguirá siendo manipulado por las fuerzas
de opresión y represión y terminará amenazando, incluso desde el interior, a
las propias máquinas revolucionarias.
Distinguimos dos clases de catexis en el campo social: las
catexis preconscientes de interés y las catexis inconscientes de deseo. Las
catexis de interés pueden ser realmente revolucionarias y, no obstante,
permitir la subsistencia de catexis inconscientes de deseo que no lo son o que
incluso son fascistas. En cierto sentido, lo que llamamos esquizoanálisis
tendría su punto ideal de aplicación en los grupos, y especialmente en los
grupos militantes: es en ellos en donde se dispone de modo más inmediato de un
material ajeno a la familia, donde aparece el funcionamiento a veces
contradictorio de las catexis. El esquizoanálisis es un análisis militante,
libidinal–económico, libidinal–político. Al contraponer esos dos tipos de
catexis sociales, no estamos contraponiendo el deseo, como fenómeno suntuario o
román tico, a [34] los intereses, que serían económicos y políticos; al
contrario, pensamos que los intereses se encuentran siempre emplazados allí
donde el deseo ha predeterminado su lugar. Igualmente, no hay revolución
conforme a los intereses de las clases oprimidas a menos que el deseo haya
adoptado una posición revolucionaria que comprometa a las propias formaciones
del inconsciente. Porque el deseo, en todos los sentidos, forma parte de la
infraestructura (no creemos en absoluto en conceptos como el de ideología, que
no sirve de nada a la hora de analizar los problemas: no hay ideologías). La
amenaza permanente contra los aparatos revolucionarios estriba en hacerse una
idea puritana de los intereses, que nunca se realizan más que en provecho de
una franja de la clase oprimida que realimenta una casta y una jerarquía por
completo opresiva. Cuanto más se asciende en una jerarquía, incluso aunque se
trate de una jerarquía seudo–revolucionaria, menos posible será la expresión
del deseo (por contra, tal expresión aparece en las organizaciones de base,
aunque sea muy deformada). A este fascismo del poder nosotros contraponemos las
líneas de fuga activas y positivas, porque tales líneas conducen al deseo, a
las máquinas del deseo y a la organización de un campo social de deseo: no se
trata de que cada uno escape “personalmente”, sino de provocar una fuga, como
cuando se revienta una cañería o cuando se abre un absceso. Dejar que pasen los
fluidos por debajo de los códigos sociales que pretenden canalizarlos o
cortarles el paso. Toda posición de deseo contra la opresión, por muy local y
minúscula que sea, termina por cuestionar el conjunto del sistema capitalista,
y contribuye a abrir en él una fuga. Denunciamos toda la temática de la
oposición hombre–máquina, el hombre alienado por la máquina, etc. Desde el
movimiento de Mayo, el poder, apoyado por las seudo–organizaciones de
izquierda, ha [35] intentado hacer creer que sólo se trató de unos cuantos
niños mimados que luchaban contra la sociedad de consumo, mientras que los
obreros de verdad sabían perfectamente dónde estaban sus intereses… Pero jamás
hubo lucha contra la sociedad de consumo (noción imbécil donde las haya). Al
contrario, lo que decimos es que aún no hay suficiente consumo, aún no hay
suficiente artificio, los intereses no estarán jamás de parte de la revolución
hasta que las líneas de deseo no alcancen el punto en el que el deseo y la
máquina, el deseo y el artificio, sean una sola cosa, el punto en el que se
rebelen por ejemplo contra los llamados “datos naturales” de la sociedad
capitalista. Nada más fácil que alcanzar ese punto, pues el más minúsculo de
los deseos se eleva hasta él, y al mismo tiempo nada más difícil, porque
comporta todas las catexis del inconsciente.
G. D.– En este sentido, la cuestión de la unidad del libro
está fuera de lugar. Hay, ciertamente, dos aspectos: el primero es una crítica
de Edipo y del psicoanálisis; el segundo, un estudio acerca del capitalismo y
de sus relaciones con la esquizofrenia. Pero el primer aspecto depende
estrechamente del segundo. Atacamos al psicoanálisis en los siguientes puntos
(que conciernen tanto a su teoría como a su práctica): su culto a Edipo, su reducción de la libido a catexis familiaristas, incluso
bajo las formas encubiertas y generalizadas del estructuralismo o del
simbolismo. Decimos que la libido actúa mediante catexis inconscientes que
difieren de las catexis preconscientes de interés, pero que, como éstas
últimas, conciernen al campo social. Sea una vez más el caso del delirio: nos
preguntan si hemos visto alguna vez un esquizofrénico, pero nosotros
preguntamos a los psicoanalistas si ellos han escuchado alguna vez un delirio.
El delirio no es familiar, [36] sino histérico–mundial. Se delira a propósito
de los chinos, de los alemanes, de Juana de Arco y del Gran Mongol, acerca de
los arios y los judíos, del dinero, del poder y de la producción, y no en
absoluto sobre papá y mamá. Aún más: la famosa “novela familiar” depende
estrechamente de las catexis sociales inconscientes que aparecen en el delirio,
y no a la inversa. Intentamos mostrar en qué sentido esto es ya cierto en la
infancia. Proponemos un esquizoanálisis que se contrapone al psicoanálisis.
Basta con atenerse a los dos escollos principales con los
que tropieza el psicoanálisis: es incapaz de llegar a las máquinas deseantes de
cualquiera porque se mantiene en las figuras o estructuras edípicas; es incapaz
de llegar a las catexis sociales de la libido porque se queda en las catexis familiaristas.
Esto se observa a la perfección en el ejemplar psicoanálisis in vitro del
Presidente Schreber. Lo que a nosotros nos interesa (y que, en cambio, no
interesa en absoluto a los psicoanalistas) es esto: ¿Cuáles son tus máquinas
deseantes? ¿Cuál es tu manera de delirar el campo social? La unidad de nuestro
libro consiste en que entendemos que las insuficiencias del psicoanálisis, así
como su ignorancia del fondo esquizofrénico, están vinculadas a su profunda
pertenencia a la sociedad capitalista. El psicoanálisis es como el capitalismo:
la esquizofrenia es su límite, pero no deja de desplazar el límite ni de
intentar conjurarlo.
– Su libro está lleno de referencias, de textos que se utilizan generosamente, tanto en su propio sentido cuanto a veces contra él, pero se trata, en cualquier caso, de un libro cuyo subsuelo es una “cultura” precisa. Reconocen ustedes una gran importancia a la etnología, y sin embargo poca a la lingüística; otorgan gran relevancia a ciertos novelistas ingleses y americanos, pero apenas a las teorías [37] contemporáneas de la escritura. Más concretamente, ¿por qué ese ataque a la noción de significante, y cuáles son las razones que les hacen rechazar su sistema?F. G.– No tenemos nada que ver con el significante. No somos los únicos ni los primeros. Puede verse el caso de Foucault, o el reciente libro de Lyotard. La oscuridad de nuestra crítica del significante se debe a que se trata de una entidad difusa que todo lo reduce a una máquina obsoleta de escritura. La oposición exclusiva y coercitiva entre significante y significado está obsesionada por el imperialismo del Significante, tal y como emerge con las máquinas de escritura. Todo remite directamente a la letra. Tal es la propia ley de la hipercodificación despótica. Nuestra hipótesis es esta: el Significante es el signo del gran Déspota que, al retirarse, libera una región que puede descomponerse en elementos mínimos entre los que existen relaciones regladas.
Esta hipótesis tiene la ventaja de explicar el carácter
tiránico, terrorista y castrador del significante. Se trata de un enorme
arcaísmo que remite a los grandes imperios. Ni siquiera estamos seguros de que
el significante pueda servir en el terreno del lenguaje. Por ello, nos hemos
vuelto hacia Hjelmslev: hace tiempo que él ha erigido una especie de teoría
spinozista del lenguaje en el cual los flujos de contenido y de expresión
prescinden del significante. El lenguaje como sistema de flujos continuos de
contenido y expresión, troquelado mediante constructos maquínicos de figuras
discretas y discontinuas. En este libro aún no hemos desarrollado nuestra
concepción de los agentes colectivos de enunciación, una noción que pretende
superar la escisión entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la
enunciación. Somos estrictamente funcionalistas: lo que nos interesa es cómo
funcionan las cosas, cómo se disponen, cómo maquinan. [38] El significante
pertenece aún al dominio de la pregunta: “¿Qué quiere decir esto?”, incluso es esta misma
cuestión en cuanto borrada. Para nosotros el inconsciente no quiere decir nada,
ni tampoco el lenguaje. El fracaso del funcionalismo se debe a que se ha
intentado aplicar a dominios que le son extraños, a grandes conjuntos
estructurados que, por serlo, no pueden estar formados de la manera en que
funcionan. El funcionalismo, al contrario, no tiene rival en el dominio de las
micro–multiplicidades, de las micro–máquinas, de las máquinas deseantes, de las
formaciones moleculares. Y, a este nivel, no hay en absoluto máquinas
cualificadas de tal o cual manera, como por ejemplo una máquina lingüística,
porque hay elementos lingüísticos en toda máquina, en convivencia con elementos
de otro tipo. El inconsciente es un micro–inconsciente, es molecular, y el
esquizoanálisis es un micro–análisis. La única cuestión es cómo funciona, con
qué intenciones, qué flujos, qué procesos, qué objetos parciales, cosas todas
ellas que no quieren decir nada.
G. D.– Eso mismo es lo que pensamos de nuestro libro. De lo
que se trata es de saber si funciona, y cómo y para quién. Es una máquina. No
se trata de releer, habrá que hacer otras cosas. Es un libro hecho gozosamente. No nos dirigimos a quienes piensan que el psicoanálisis sigue el
camino correcto y tiene una visión apropiada del inconsciente. Nos dirigimos a
quienes piensan que es monótono, triste, como un runrún (Edipo, la castración, la pulsión de muerte, etc.). Nos dirigimos a los
inconscientes que protestan. Buscamos aliados. Tenemos gran necesidad de
aliados. Tenemos la impresión de que nuestros aliados están ya por ahí, que se nos han adelantado, que hay mucha gente que está
harta, que piensan, sienten y trabajan en una dirección análoga a la nuestra:
no se trata de [39] una moda, sino de algo más profundo, una especie de atmósfera que se respira y en la que se llevan a cabo
investigaciones convergentes en dominios muy diferentes. Por ejemplo, en
etnología. O en psiquiatría. O el trabajo de Foucault: aunque no practicamos el mismo método, tenemos la impresión de coincidir con él en
multitud de puntos, esenciales a nuestro modo de ver, del camino que él trazó
antes que nosotros. Es verdad que hemos leído mucho, pero un poco al azar. Nuestro problema no estriba en un retorno a Freud o a
Marx. No es una teoría de la lectura. Lo que buscamos en un libro es el modo en
que abre el paso a algo que escapa a los códigos: flujos, líneas activas de fuga revolucionaria, líneas de descodificación
absoluta que se oponen a la cultura. Incluso para los libros existen
estructuras, códigos y ataduras edípicas, tanto más solapadas por cuanto no son
figurativas sino abstractas. Lo que nos ha llamado la atención de los grandes
novelistas ingleses y americanos es ese don del que los franceses casi siempre
carecen, las intensidades, los flujos, libros–máquinas, libros para ser usados,
esquizolibros. Tenemos a Artaud, y la mitad de Beckett. Quizá se reproche a
nuestro libro el ser demasiado literario, pero estamos seguros de que este
reproche procederá de profesores de literatura. ¿Acaso tenemos la culpa de que
Lawrence, Miller, Kerouac, Burroughs, Artaud o Beckett sepan más acerca de la
esquizofrenia que los psiquiatras y los psicoanalistas?
– Pero, ¿no se arriesgan ustedes a un reproche más serio? El esquizoanálisis que proponen es, de hecho, un anti– análisis; en consecuencia, se les podría reprochar que valoran la esquizofrenia de manera romántica e irresponsable; e incluso que tienen tendencia a confundir al revolucionario con el esquizo. ¿Cuál sería su actitud ante estas posibles críticas? [40]G. D.– F. G.– Sí, una escuela de esquizofrenia sería una buena idea. Liberar los flujos, ir siempre un poco más lejos en el artificio: el esquizo es el que está descodificado, desterritorializado. Dicho esto, no se nos puede responsabilizar de los disparates: siempre hay gente dispuesta a esgrimirlos (véanse los ataques contra Laing y la antipsiquiatría).
Hace poco se publicó en el Observateur un artículo cuyo autor (un psiquiatra) decía: doy
muestras de mi valor al denunciar las corrientes modernas de la psiquiatría y
la antipsiquiatría. Nada de eso. Lo que él hacía más bien era escoger el
momento adecuado en el que la reacción política se atrinchera contra toda
tentativa de cambio en el hospital psiquiátrico y la industria del medicamento.
Siempre hay una política tras los disparates. Nosotros planteamos un problema
muy sencillo, similar al de Burroughs frente a la droga: ¿se puede alcanzar la
potencia de las drogas sin drogarse, sin autoproducirse como un loco drogado?
Con la esquizofrenia pasa lo mismo. Por nuestra parte, diferenciamos, de un
lado, la esquizofrenia como proceso y, de otro, la producción del
esquizofrénico como entidad clínica apropiada al hospital: ambos están en
proporción inversa. El esquizofrénico del hospital es alguien que ha intentado
algo y ha fracasado, que se ha derrumbado. No decimos que el revolucionario sea
esquizofrénico. Decimos que hay un proceso esquizofrénico de descodificación y desterritorialización
cuya conversión en producción de esquizofrenia clínica sólo puede ser evitada
por la actividad revolucionaria. Planteamos un problema que concierne a la estrecha
relación que existe entre el capitalismo y el psicoanálisis, por una parte, y
entre los movimientos revolucionarios y el esquizoanálisis, por otra. Paranoia
capitalista y esquizofrenia revolucionaria, por así decirlo, pero no en el
sentido psiquiátrico de estos términos sino, al contrario, a partir de sus
determina-[41]ciones sociales y políticas, de las que sólo bajo ciertas
condiciones se deriva su aplicación psiquiátrica. El esquizoanálisis tiene un
solo objetivo, que la máquina revolucionaria, la máquina artística y la máquina
analítica se conviertan en piezas y engranajes unas de otras. Si, una vez más,
consideramos el caso del delirio, nos parece que tiene dos polos, un polo
paranoico fascista y un polo esquizo– revolucionario. No deja de oscilar entre
ambos polos.
Esto es lo que nos interesa: la esquizia revolucionaria por contraposición al significante despótico. Por otra parte, no merece la pena contestar de antemano a los disparates, ya que son imprevisibles, como tampoco la merece luchar contra ellos cuando se producen. Es mejor hacer otras cosas, trabajar con quienes van en el mismo sentido. En cuanto a la responsabilidad o la irresponsabilidad, nada sabemos de tales nociones: se las dejamos a la policía y a los psiquiatras de los tribunales.
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Esto es lo que nos interesa: la esquizia revolucionaria por contraposición al significante despótico. Por otra parte, no merece la pena contestar de antemano a los disparates, ya que son imprevisibles, como tampoco la merece luchar contra ellos cuando se producen. Es mejor hacer otras cosas, trabajar con quienes van en el mismo sentido. En cuanto a la responsabilidad o la irresponsabilidad, nada sabemos de tales nociones: se las dejamos a la policía y a los psiquiatras de los tribunales.

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