Ignacio González
Orozco | Creía mi madre que el ejercicio de la piedad
era la gimnasia de la fe; quien abandona la primera, pensaba, se resiente
de la segunda. Para que faltara a sus obligaciones de culto –que eran las de
todos nosotros, dicho sea de paso– debían concurrir circunstancias
extraordinarias. No se daban en aquel domingo, 12 de julio de 1936, y ella
tenía muy claro cuál era nuestro inmediato plan, una vez llegados con bien a
nuestro destino: ir a misa.
El viaje, muy largo debido a las carreteras de la época, nos
había impedido cumplir con nuestras obligaciones dominicales, algo del todo
inadmisible para una mujer católica, apostólica y romana; baste decir que era
de familia navarra, de carlistas practicantes. Lo primero que preguntó a doña
Cecilia –tal vez no lo primero, pero sí lo segundo de que hablaron– fue el
horario de la misa de la tarde.