
No sólo atestiguaríamos la parodia del supuesto “fin de la historia”, según la lectura del filósofo por antonomasia del neoliberalismo, Francis Fukuyama, sino también la del triunfo del Espíritu Absoluto al verse cumplida por fin su ambiciosa carrera por la autocontemplación. La única diferencia entre lo que decía Hegel y nuestro mundo contemporáneo es que ese triunfo del Espíritu Absoluto ahora significa poner un McDonald’s en Kuwait.
La otra corriente, alejada de estos planteos identificados
con la derecha neoconservadora y neoliberal (aunque lo de “neo” parece también
otra farsa de este ya viejo pensamiento) ha tenido, a su vez, desde la
izquierda, dos formas de repensar el funcionamiento de lo político en el marco
histórico posterior a la Guerra Fría. Por un lado, tenemos las propuestas de
pensadores como Jürgen Habermas, principal representante de la Teoría Crítica y
exponente de la llamada Escuela de Frankfurt en nuestros días. Habermas
sostiene un modelo de “democracia deliberativa” en donde, a partir de una
organización racional de los argumentos, es posible alcanzar progresivamente un
estado de mayor participación ciudadana. El punto central recae sobre el
discurso y su rol dentro de la esfera pública: sería entonces posible limitar
lo irracional y que los sujetos operen a partir de una racionalidad discursiva
mejorada progresivamente. Por el otro, tenemos una propuesta desarrollada a
partir del psicoanálisis y las así llamadas corrientes posestructuralistas en
filosofía que no busca rechazar el componente irracional de lo humano, sino que
trata de ponerlo en perspectiva y entender cuál es su rol dentro del
funcionamiento de la política. Los principales representantes de esta
corriente, de lo que se ha llamado desde mitad de los ’80 en adelante
“post-marxismo”, han sido el filósofo argentino Ernesto Laclau y la filósofa
belga Chantal Mouffe.
A partir del ahora clásico libro Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la
democracia (1985), Laclau y Mouffe buscaron encontrar una vía dentro del
proyecto socialista para evitar rendirse al mandato neoliberal o caer en una
perspectiva “deliberativa”, la cual considera al sujeto sólo a partir de su
aspecto racional –y termina, en alguna medida, sobrevalorando el modelo
democrático europeo–. El punto central ha sido partir de la lectura de
pensadores como Jacques Derrida y de psicoanalistas como Jacques Lacan para
cruzar sus trabajos con las ideas de nombres clásicos para el pensamiento
marxista, como el de Antonio Gramsci. Así, la noción de “hegemonía” se cruza
con un planteo ontológico que reconoce la diferencia como el fondo común de la
existencia, presentando un marco filosófico coherente para superar, en alguna
medida, tanto la tradición deliberativa cercana al neoliberalismo (en el cual
todo conflicto puede superarse pacífica y racionalmente en lo público, dejando
los sentimientos para el ámbito privado), como el componente utópico del
marxismo ortodoxo (que aspira a alcanzar la disolución del Estado y la
conquista de una sociedad sin clases).
Con motivo de la organización de un workshop dictado en la
Universidad Nacional Arturo Jauretche, organizado por el Programa de Estudios
de la Cultura de esa institución (cuyo primer director fue el propio Ernesto
Laclau) y que contó con la participación de Eduardo Rinesi, Ernesto Villanueva,
José Fernández Vega y Edgardo Mocca, Chantal Mouffe repasó en un ciclo de
cuatro encuentros los postulados principales tanto de su teoría como los temas
abordados en su nuevo libro, Agonística.
Pensar el mundo políticamente. “En
ese libro estoy desarrollando la perspectiva trabajada en los últimos dos libros,
En torno a lo político y La paradoja democrática, todo en una nueva dirección
que es el estudio de la relevancia de la perspectiva agonista para las
relaciones internacionales”, agrega Mouffe. “Los primeros desarrollos de esta perspectiva estuvieron volcados sobre
un ámbito regional o nacional, pensando el desarrollo de la democracia en una
agrupación política. Ahora lo pienso en el plano de las relaciones
internacionales. Por ejemplo, trabajo la idea de un mundo multipolar,
criticando la perspectiva del cosmopolitismo, y pienso la cuestión de qué pasa
con la democracia en un mundo multipolar. Y eso es clave para entender la
dinámica actual de las relaciones internacionales. Quiero decir, habitamos un
mundo multipolar: por ejemplo, China, que claramente no sigue los lineamientos
de la democracia liberal de Occidente, está jugando un papel importante en la
política internacional. Mi idea es ver cómo se puede pensar la democracia en un
mundo multipolar a condición de abandonar la idea de que hay un solo modelo de
democracia, el modelo occidental, y que la democracia se puede desarrollar de
manera diferente en distintos contextos históricos y geográficos.”
NUNCA NOS PONEMOS DE ACUERDO
Agonística. Pensar el mundo políticamente, recupera nociones centrales de tu pensamiento desde Hegemonía y estrategia socialista. ¿Cómo conviven estas nociones dentro del planteo filosófico actual que presentás?
–Voy a partir de la idea de “hegemonía”, la cual sigue
siendo central para entender mi propuesta. Una hegemonía tiene que ver con una
serie de prácticas y subjetividades. Una hegemonía es crear una voluntad
colectiva, un nosotros. Pero para entender el funcionamiento del concepto de
“hegemonía” hay que partir de una perspectiva filosófica ontológica: hay una
negatividad radical que no puede ser superada. Eso es lo que he propuesto
llamar “lo político”, distinguiéndolo de “la política”, la organización de la
coexistencia humana en función de esta negatividad radical. Podemos expresar
esto de otra manera: sobre el fondo ontológico de un “ellos” se construye un
“nosotros”, cuya articulación es política, pero siempre partimos de una
diferencia radical. Es tarea de la política evitar que la relación
ellos-nosotros derive en la forma amigo-enemigo propia de un estado de guerra
civil. Un proyecto democrático valedero tiene que ser capaz de articular estas
diferencias para dirimirlas bajo la perspectiva del adversario político y no
del enemigo, sin negar de manera inocente la diferencia ontológica de la cual
partimos. Entiendo por “agonismo” esta transformación del antagonismo propio de
la vida de los hombres en sociedad en una lucha entre adversarios y no entre
enemigos, transformación que reconoce la diferencia ontológica planteada: el
hecho de que nunca vamos a ponernos todos de acuerdo, por ejemplo. Y que se
apoya en el funcionamiento de las instituciones democráticas. El problema con
muchos pensadores es que ellos consideran que si uno admite la idea del
antagonismo no hay manera de pensar en democracia. Por ejemplo, Jünger Habermas
está negando esa dimensión. Un consenso absolutamente inclusivo no es posible.
Hay que encontrar una forma en la que se puede manifestar ese conflicto. Eso es
lo que he propuesto llamar el “agonismo”, en definitiva. El agonismo es una
forma de transformar al adversario. He criticado mucho la política de consenso
al centro: eso no es una lucha agonística. Tener que escoger entre un proyecto
de centroizquierda y uno de centroderecha que proponen lo mismo no es una lucha
agonista. Aquí no hablo de buscar eliminar al otro, la lucha agonista va a
consistir en tratar de realizar una especie de conversión en la subjetividad
del adversario, de llevarlos a aceptar, a identificarse con la visión del
mundo. Llevarlos a ser parte de ese “nosotros”.
¿Cómo entra en esa perspectiva tu vuelco a repensar el vínculo entre estética y política, uno de los temas abordados en el libro?
–Yo no soy una especialista de estética. Jacques Rancière
hace teoría política y estética, ese no es mi caso. Trato de no hablar del
arte, pero creo que hay una multiplicidad de prácticas artísticas, de prácticas
culturales. Y lo que me interesa es la relación que hay entre prácticas
políticas y prácticas culturales, estéticas. Hay una tendencia muy fuerte en
Europa en donde la gente está totalmente decepcionada de la política y se
vuelca al arte: bueno, no, el objetivo es crear una sinergia entre prácticas de
la sociedad civil y propuestas políticas partidarias concretas. Este nuevo
estado del capitalismo cognitivo utiliza enormemente formas artísticas, como la
publicidad: no hay ninguna diferencia clara entre arte y publicidad. No se
puede hacer nada, todo parece recuperado por el capitalismo. Por mi parte, yo
creo que es posible la transformación de la subjetividad desde el arte. Siempre
existe la posibilidad de transformar, a eso tiene que apuntar la política de
izquierda, no sentirse sumergida en un aire de derrota, de que no se puede
hacer más. Yo defiendo una pluralidad de posibilidades en el arte, una
pluralidad de formas de intervención que hay que reconocer.
EL PROBLEMA EUROPEO
¿Cómo trasladar estos planteos a un panorama histórico-político concreto, como, por ejemplo, el de la Unión Europea?
–Algo que no discutí en particular en este seminario es la
concepción agonística de la Unión Europea. Me han criticado a veces que mi
perspectiva es demasiado limitada a nivel nacional, al estilo de un Estado
nación. Aquí demuestro que el mismo aparato conceptual puede aplicarse a la
Unión Europea. El punto central de mis trabajos es discutir los lineamientos de
una democracia radical, modelo que tienen que discutir con el actual modelo de
poder, que es el neoliberalismo. No estoy hablando de ninguna adscripción
partidaria específica, sino que estoy pensando la perspectiva de un cambio
profundo. En este libro, también discuto el modelo que ha sido llamado del
“éxodo”, de la “deserción”, un modelo que ha sido presentado por Michael Hardt
y Antonio Negri. A esa perspectiva yo opongo las propuestas que hemos
desarrollado con Laclau desde el libro Hegemonía y estrategia socialista, algo
que hemos llamado la “guerra de posición”, un término retomado de Antonio
Gramsci, digamos, la lucha hegemónica. Los movimientos relativamente recientes
ubicados dentro del panorama político europeo y norteamericano tienden a
defender la idea de que hay que abandonar las instituciones, tal como hemos
visto en las propuestas de los Indignados o de Occupy, perspectiva que hoy en
día es importante discutir, porque estas propuestas en particular sostienen que
no hay que participar de los partidos, de las instituciones, y que hay que
crear algo completamente distinto al lado. Nuestra idea no es ésa: nosotros
sostenemos un involucramiento crítico con las instituciones. Hay que meterse y
hay que luchar para transformar la hegemonía existente.
En ese sentido, en más de una oportunidad rescataste la experiencia latinoamericana como modelo para repensar la relación entre lucha hegemónica y representatividad en Europa.
–Sí, definitivamente. Además, en varias partes del libro
critico el tipo de política de izquierda que es dominante hoy en día en los
países europeos, una política que sostiene que hay que aceptar las
instituciones tal como están. A partir de eso no hay una posibilidad de pensar
cómo se puede transformar la hegemonía neoliberal. Se piensa que si uno no
sigue ese modelo, automáticamente uno se pone por fuera de la lucha
democrática. O sea, para participar democráticamente, hay que aceptar esas
instituciones de la manera en que están. En Agonística, trato de meditar en
torno de las experiencias de los gobiernos populistas de América del Sur, hago
referencia al kirchnerismo, y retomo eso para pensar que en realidad hay una
posibilidad de transformar profundamente las relaciones de poder y para mí las
experiencias latinoamericanas son justamente un ejemplo de lo que yo llamo la
“guerra de posición”, esto que he mencionado como un involucrarse críticamente
con las instituciones. Hay que meterse para transformar las instituciones, eso
se puede. Hay que articular la lucha parlamentaria con los movimientos
sociales. Hay una crisis en Europa de la representación, pero el planteo es
incorrecto. No hay que abandonar la representación política, hay que crear una
forma más representativa. En movimientos como los Indignados se sostiene esta idea
de que la gente tiene voto pero no tiene voz. Si se presentan dos propuestas
políticas, una de centroizquierda y otra de centroderecha, y las dos son
básicamente iguales, se va a propagar esta idea de que hay voto pero no voz,
porque no se van a poder cambiar, modificar, las condiciones impuestas por el
planteo neoliberal. Lo importante de la lucha agonista es que tiene que ofrecer
varias posibilidades para poder articular estos movimientos populares con las
propuestas políticas. Tiene que haber una sinergia entre movimientos y
partidos. La experiencia de América del Sur es un buen ejemplo para pensar la
manera en que estos dos extremos pueden trabajar en conjunto.
¿Cómo ves la relación de esas crisis de representatividad con la emergencia de las nuevas tecnologías de comunicación, algo que se piensa como la posibilidad de una democracia directa sin que exista la mediación de una figura política?
–Yo, en realidad, creo que se ha hablado mucho de las nuevas
formas de democracia directa a partir de los avances tecnológicos, pero eso es
muy ambivalente. Sabemos que en la mayoría de los países los medios defienden
el statu quo, y la posibilidad de poder comunicar sin tener que pasar por eso
es muy importante para pensar el desarrollo de un proyecto determinado. Pero
eso por sí mismo no va a crear un proyecto contrahegemónico. Me parece que la
organización, la forma partido, la forma movimiento, es el punto central para
modificar las instituciones. En Europa, hoy en día, ese tipo de política puede
ser posible: el mejor ejemplo que se me ocurre ahora es el partido Syriza en
Grecia, quienes trabajan con el movimiento social y tienen realmente una
propuesta de transformación hegemónica. Hay otros ejemplos, desgraciadamente,
no tan exitosos, como por ejemplo el caso del Front de Gauche en Francia. Uno
de los casos más interesantes, más novedosos, es el caso de Podemos, en España.
Una gran parte de los Indignados se ha dado cuenta de que hay que repensar la
estrategia. Haber participado de las elecciones europeas me parece ya un cambio
bastante radical con respecto a los planteos iniciales del movimiento. Los
nuevos medios de comunicación pueden jugar un papel importante, pero esa idea
de que uno pueda organizar y pensar un tipo de democracia completamente
directa, distinta, sobre la base de esas tecnologías, bueno, yo no creo en eso
para nada.
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