
de “realismo, racionalismo y objetividad”, como así también de “universalidad” (pp. 155, 156). Incluso podría afirmarse que el autor de El marxismo en la encrucijadahace suyo el método de quien fuera el principal mentor del historiador británico: Isaac Deutscher. Elevándose au-dessus de la mêlée, Petruccelli se aposta en una atalaya para divisar imparcial y diligentemente el panorama intelectual contemporáneo e “interpretarlo sine ira et studio”3.
Desde su puesto de observación, Petruccelli expone entonces con parsimonia y elocuencia cuáles son los desafíos, “inexistentes en el pasado”, que el marxismo afronta en la actualidad –unos desafíos, vale decir, “que afectan sustancialmente” a los “núcleos teóricos” del paradigma del materialismo histórico “antes que solamente a sus connotaciones políticas” (p. 33). Tenazmente, Petruccelli batalla contra una multiplicidad de tendencias teóricas apostando que ello permita al marxismo “pasar la prueba de los tiempos y continuar siendo un cuerpo intelectual vivo y productivo” (p. 39). Es por esto que a lo largo de las páginas del libro hay lugar tanto para las teorías sociológicas de la evolución social de Anthony Giddens y Michael Mann como para el giro lingüístico y el posmodernismo.
En el contexto de la discusión con una diversidad de
movimientos intelectuales, el mayor logro del texto tal vez consista en
neutralizar incipientemente los desafíos del posmarxismo. Al lector de Anderson
le constará que desde el ámbito teórico del marxismo se ha respondido ya con
relativo éxito al giro lingüístico y al posmodernismo. Por razones que no son
del todo claras, Anderson –inefable polemista que en Tras las huellas del
materialismo histórico arremetió sin titubeos contra el estructuralismo y
el posestructuralismo– jamás desarrolló una crítica de esta corriente. Por
fortuna, Petruccelli resarce esta falencia de Anderson. Pues en El
marxismo en la encrucijada se denuncia enérgicamente que la negación
posmarxista de la lucha de clases no redunda más que en la abyecta
reivindicación de “la lucha a secas de unos sujetos míticamente constituidos,
carentes de necesidades e intereses objetivos, y que no se hallan especialmente
determinados o condicionados por ninguna posición social de las muchas que
pueden ocupar” (p. 300).
Considerados desde este punto de vista, pensadores como
Ernesto Laclau no serían ni materialistas ni dialécticos, sino idealistas; no
adherirían al materialismo histórico, sino a alguna versión del giro
lingüístico; no tomarían partido por la revolución y el socialismo, sino por la
democracia radical.
La conclusión a la que arriba el autor es que pese a
encontrarse duramente golpeado por los embates que le fueron propiciados en el
plano de las ideas, el marxismo persiste. Esta afirmación no resulta tan
polémica como las consecuencias políticas que Petruccelli extrae de ella.
Efectivamente, sugerir como se hace en El marxismo en la encrucijada que
hoy en día “los socialistas nos hallamos en medio de la más negra oscuridad” y
que “el capitalismo señorea sin enemigos a la vista” (p. 338), supone en cuanto
menos no reparar en la crisis histórica por la que el modo de producción del
capital se encuentra atravesado desde hace prácticamente cinco años. Ir en contra
de los tiempos –y la expresión no es inocente: alude al nombre con el que, en
claro homenaje a Daniel Bensaïd, bautizó a una revista un agrupamiento
integrado por Petruccelli–, organizar el pesimismo, replegarse en una atalaya,
etc. son actitudes político-intelectuales que resultaron fructíferas tras la
implosión de la URSS y la consolidación del neoliberalismo como única
alternativa. Pero hoy en día, cuando el fin de la historia y de los grandes
relatos ha encontrado su propio final, cuando la utopía de un mercado mundial
articulado a través de patrones democrático-liberales es interpretada cada vez
más como una quimera, cuando el capitalismo enfrenta a escala global la crisis
más significativa desde los tiempos de la Gran Depresión, cuando las personas
comienzan a indignarse y los espacios a ser ocupados, la perspectiva de un
puesto de observación donde puedan replegarse las izquierdas pierde en verdad
sustento. Hasta en el plano local se registran signos de una nueva situación:
¿no es acaso el Frente de Izquierda y de los Trabajadores aquello que empieza a
evocar –para decirlo con el autor– “una vía transitable entre el mero
reformismo sin perspectivas antisistémicas, y el revolucionarismo testimonial
sin influencia de masas” (p. 346)?
Alex Callinicos lleva la razón cuando en su lectura de la
tradición del trotskismo define al marxismo deutscheriano-andersoniano como una
consecuencia de la renuncia al “proyecto, formulado por Trotsky en 1933, de
construir organizaciones revolucionarias independientes del estalinismo y la
socialdemocracia”. En efecto, por lo que se caracterizó Deutscher fue por la
expectativa de que en la URSS tuvieran lugar reformas que llevaran a cabo
“desde arriba la revolución política que Trotsky hubiera querido que surgiera
desde abajo”4. Ciertamente, Petruccelli esgrime en nuestros días una postura
afín. Dotado de una olímpica serenidad, asumiendo la posición de la distancia
desde la que todo puede ser contemplado sinóptica y holísticamente, Ariel
Petruccelli aguarda, manteniéndose expectante. Pero el riesgo de que su espera
en el mundo de las ideas se torne vana ha comenzado a hacerse realidad. En
definitiva, si el marxismo se halla en una encrucijada sólo podrá sortearla en
el campo de batallas de la historia.
Notas
1. Cfr. Petruccelli, A., Materialismo histórico.
Interpretaciones y controversias, Buenos aires, Prometeo, 2010.
2. Anderson, P., “Renovaciones”, New Left Review 2,
mayo-junio 2000, pp. 12, 14.
3.
Deutscher, I., “The Ex-Communist’s Conscience”, Marxism, Wars and
Revolutions, Londres y Nueva York, Verso, 1984, p. 58.
4. Callinicos, A., Trotskyism, Milton Keynes, Open
University Press, 1990, pp. 48, 51.
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